El Gran Juicio

Todos sin duda hemos oído o leído esa clásica reseña evangélica del día del juicio final, donde se nos presenta a Dios, arrogante, implacable, inmisericorde, sentado sobre su gran trono blanco y millones y millones de personas delante de él, haciendo fila, temblando de miedo por oír el veredicto final (Irónicamente muchos de ellos fueron sacados o del cielo o del infierno donde habían pasado cientos o incluso miles de años). Cuando llega cada persona a la cita con su destino eterno, Dios mira por unos segundos a la persona a los ojos, lee unas cuantas palabras de un libro, y pronuncia sentencia: cielo, o infierno. Y las personas se van, en el caso de muchos de ellos, al mismísimo lugar de donde fueron llamados para ser juzgados.

Yo he leído y estudiado la Biblia y, afortunadamente, lo que enseña la Biblia sobre el tema es completamente diferente. El día del juicio será una de las épocas más gloriosas de la humanidad. No obstante, a veces me pongo a meditar y reflexionar sobre la gran confusión religiosa, sobre el destino de la humanidad, sobre el amor de Dios, sobre mis responsabilidades cristianas, sobre mil y un cosas, y a veces me he llegado a pintar un cuadro del juicio final, una mezcla entre lo que realmente dice la Biblia sobre el juicio y esa clásica visión de boletín evangélico invitando a aceptar a Jesus. Espero que a alguna que otra persona pueda sacar provecho de esto y lo pueda hacer reflexionar.

La Biblia es muy clara: no existe tal cosa como un alma inmortal ni un espíritu que vaya al cielo o al infierno cuando la persona muere. En la muerte, todas las funciones del ser humano cesan y él queda inerte (Eclesiastés 9:5, 10). Así que la única esperanza para vida después de la muerte es el glorioso propósito de nuestro amoroso Dios de que va a haber “resurrección de los muertos, tanto justo como injustos” (Hechos 24:15). Contrario a lo que enseñan las falsas religiones que se dicen ser cristianas, Dios no es ningún tirano cruel que se deleite en echar a millones de personas a un horno ardiente llamado infierno. La Biblia deja muy clara que “el salario que el pecado paga es muerte”, no tormento eterno. Así que nuevamente lo reitero: la resurrección es una amorosa provisión de un Dios justo y misericordioso, como solo Jehová puede serlo, de “justos”, como recompensa a todos los fieles que han muerto en el pasado, desde Abel hasta nuestros tiempos, e “injustos”, aquellas personas que no tuvieron la oportunidad en esta vida de oír las buenas nuevas del reino y responder a ellas.

Total, esta es mi visión del juicio, llamémosle pre-resurrección. Lo aclaro otra vez: según la Biblia no existe ningún alma ni espíritu que vive fuera del cuerpo después de morir. Pero así como Dios pudo oír el clamor por justicia de la sangre de Abel, yo me imagino que él puede oír lo que una persona diría en su defensa antes de juzgar si le da o no la oportunidad de resucitar. Así que sin más preámbulos, he aquí mi “visión” de ese juicio donde Dios, el Juez por excelencia, decreta quién merece resucitar o no:

Hay una fila larga de personas esperando su turno para oír su veredicto de Dios. No se trata de una elección entre cielo e infierno, no se trata de castigar a las personas porque le robaron 5 pesos a su vecino, la cuestión es mucho mas seria: si la persona en su vida en la Tierra dio muestras de apoyar la soberanía universal de Jehova, si ejerció fe en el rescate redentor de Jesucristo, el hijo de Dios, si obedeció las buenas nuevas del Reino y obró en consecuencia con los mandatos de Jesus. O si no lo hizo, ¿será que no tuvo la oportunidad de demostrarlo?

En mi “visión” le toca el turno a un desaliñado hombre barbudo. Al presentarse ante el Gran Juez, un querubín le entrega a Dios el libro donde está anotado todo el historial de los mortales y le dice: “Brian, estadounidense de raza afro americana, murió 5 años antes del Armagedón de una sobredosis de droga”. El Señor lo mira por unos segundos y le dice al hombre: veo que hay muy poco bueno que decir de ti, fuiste ateo, borracho, drogadicto, ladrón, timador, fornicador, abandonaste a dos mujeres con hijos, para luego declararte homosexual, destruiste tu cuerpo con tatuajes y perforaciones, en fin, pudiste hacer muchas cosas con la vida que te di, ¿por qué?
Señor —replicó el acusado— me diste la vida, sí, pero me mandaste a un mundo cruel, violento, donde el más fuerte se aprovechaba del más débil, donde se atropellaba el derecho de las minorías, donde no eres nada si no tienes dinero, donde hasta el favor de Dios se compraba y se vendía.

—¿Y quién te dijo que yo lo aprobaba? —inquirió el Señor.

—Pues eso es lo que decía el pastor en la iglesia. Cuando mi madre murió a mis 9 años, dejándonos abandonados, el pastor nos dijo que Tú te la habías llevado al cielo, cuando un huracán destruyó la casita donde vivíamos dijo que era un castigo porque ya no íbamos a la iglesia, y cuando papá se enfermó y quedó paralítico dijo que lo estabas llamando a que se arrepintiera. Yo no soporté más tanta crueldad de parte tuya y le di la espalda a todo lo que tenía que ver con religión.

El Señor lo miró con mucha ternura y le preguntó: “¿Te parezco esa clase de Dios?”

El vagabundo apenado bajo la cabeza y dijo: “No, Señor”.

El Señor volvió a preguntar: “Yo tenía un pueblo en la Tierra durante el tiempo del fin, y ellos tenían la encomienda de predicar las buenas nuevas del reino en toda la Tierra antes de que Yo trajera el fin. ¿Nunca tuviste contacto con ellos?”

—Ah, ¿esos que iban de casa en casa de traje y maletín? Sí, sí los recuerdo, pero como yo estaba tan desilusionado de las religiones, siempre les decía que no me interesaba cualquier cosa que me iban a decir. Perdona, nunca creí que ellos fueron a ser diferentes de las iglesias que yo conocía. Es más, una vez invité a un par de ellos, muy guapos, a pasar a mi casa, pero cuando se dieron cuenta de mis intenciones, salieron corriendo, jeje.

El rostro del Juez se volvió serio: "¿No sabes que yo detesto la homosexualidad?"

—Perdón, Señor, sí, eso nos decía nuestro pastor, pero ya ve, no era muy confiable.

El Gran Juez se quedó pensante un rato y al final dijo: "Mira, viviste cosas muy feas, fuiste objeto de muchas injusticias y encima te hicieron creer que yo las provocaba. Te voy a dar otra oportunidad. En este momento ya no existe el mundo cruel, injusto y violento que conociste, ya no existen los corruptos gobiernos humanos, ni el avaro sistema comercial, mucho menos existen ya las religiones que tanta deshonra trajeron a mi nombre. Mis siervos están trabajando para convertirla en un hermoso paraíso, y toda la Tierra está llena del conocimiento verdadero. Te voy a dar un nuevo cuerpo, pero cuidado: no lo destruyas como lo hiciste con tu anterior cuerpo, ah, y si te vuelvo a ver con inclinaciones homosexuales o te harás acreedor a una seria llamada de atención y en caso de reincidencia, serás ejecutado inmediatamente, aún tengas 100 años tendré que invocar el mal contra ti."

Muchas gracias, Señor— el pecador indultado se inclina a adorar a aquel que le acaba de regalar nuevamente la vida.

Puedes llamarme Jehová—dice el Anciano—anda, vete, tengo muchos que juzgar todavía y tu cuerpo nuevo ya te está esperando.

—Muchas gracias, Señor Jehová— alcanzó a decir y desapareció muy contento a su nueva vida. Yo no pude menos que regocijarme con él. Pobrecito, ¡cómo debió sufrir en su vida anterior!

En seguida apareció un hombre de túnica y turbante, seguramente era árabe. Alcancé a escuchar la presentación del querubín: "Abdul, terrorista iraní, 26 años, murió en un atentado suicida en Afganistán, 7 años antes del Armagedón".

El Señor lo mira fijamente: "Causaste la muerte de 6 hombres, 9 mujeres, entre ellas una embarazada, y 8 niños, entre ellos 2 lactantes. ¿Cómo justificas todo eso?"

—Señor Alá, era para agradarte.

—No soy Alá—le reprimió el Anciano—tú viste como traté al americano de color. ¿Te pareció que soy el Dios que tú adoraste en tu vida?

—No, perdón, pero eso me dijeron, si me inmolaba para Alá, iba a ir al paraíso con 30 mujeres vírgenes. Por eso lo hice. Yo quería hacer cualquier cosa para Dios. Me dijeron que Alá exigía lealtad absoluta, y que había que matar a los infieles. A mí me dio mucha pena ver a los niños, pero me habían dicho que era para un fin glorioso, que Alá me lo iba a recompensar. Perdóname Señor, veo que no eres como me dijeron en la mezquita, créeme, yo hubiera preferido servido a ti, eres mucho mejor Dios que Alá.

—Alá no existe, que te quede claro. Fuiste engañado. Pero yo tenía siervos en la Tierra durante el tiempo del fin, y ellos iban de casa en casa hablando acerca de mi nombre y mis propósitos. ¿Nunca tuviste contacto con ellos?

—No, nuestro gobierno islámico no dejaba que nadie profesara religión que no fuera el Islam, y no daban permiso a misioneros. Yo nunca oí tu nombre.

— ¿El nombre Jesucristo te dice algo?

—Si, el profeta anterior a Mahoma, el más grande . . .

Inesperadamente para mí, el Anciano interrumpió a su interlocutor: “No. Jesucristo es mi Hijo unigénito, el primogénito de toda mi creación, y lo envié a la Tierra a defender mi soberanía, a enseñar a los humanos el amor a Mí y al prójimo y a dar su vida como rescate a favor de todos. Incluso hice que mis siervos, discípulos de mi Hijo, lo escribieran en la Biblia. ¿Nunca supiste de eso?”

—No Señor, en mi país no podíamos comprar Biblias. Créeme, me hubiera gustado saber todo eso.

Nuevamente, el Anciano se quedó callado. Después de unos cuantos segundos, le dijo al acusado: “Mira, fuiste engañado vilmente. Si bien debiste haber seguido los dictados de tu conciencia, en vez de creer ciegamente lo que te dijeron que hicieras, creo que mereces una oportunidad. En este momento la Tierra se está transformando en un hermoso paraíso, aún el desierto árabe está alborozándose de vida y gozo, y las personas mansas han batido sus espadas en rejas de arado y sus lanzas en podaderas. Te daré la oportunidad de que me demuestres que eres manso de corazón y que así como ciegamente seguiste lo que te dijeron que era lo correcto, ahora me demuestras que obedeces lo que sabes que está bien. Mucho cuidado: no toleraré ningún intento de revuelta o disturbio, en el momento que llegarás a intentar algo semejante, serás juzgado inmediatamente y ejecutado”.

El hombre estaba más que contento con esa nueva oportunidad y prometió no defraudar a aquel misericordioso Dios, de quien nunca había sabido en vida.

Así siguieron desfilando las gentes. Mitsuko, ancianita japonesa, practicante de una mezcla de budismo y sintoísmo; Mahal, hombre de mediana edad de la India, adorador de innumerables dioses hindúes y venerador de vacas sagradas; aún Bianca, anciana de la ciudad de Roma, fiel católica y devota de Madonna, versión italiana de la virgen María, luciendo su crucifijo al cuello. Los tres defendieron merecer una resurrección. Los primeros dos nunca quisieron nada con el cristianismo o la Biblia o mensajeros del Reino del Dios cristiano porque éstos, los cristianos, habían sido culpables de que toda la familia de Mitsuko perecieran víctimas de la bomba nuclear de Hiroshima. Mahal, por su parte, argumentó que en la India, el cristianismo solo había servido para explotar las riquezas del país y hundir a las masas en la pobreza. Nuevamente el juez se apiadó de ellos.

La que tuvo un caso más complicado más fue Bianca. Para empezar, el Juez le exigió deshacerse del abominable crucifijo, y cuando ella empezó a persignarse, también fue interrumpida. Ella se defendió diciendo que nunca dejó de ir a misa, que se confesaba por lo menos una vez por semana, que fue a peregrinaciones, que todos los años participaba en las representaciones de la crucifixión. Para su asombro y decepción, nada de eso impresionó al Gran Juez. La pregunta de Él la estremeció: "¿Leíste mi palabra, la Biblia? ¿Recibiste a mis mensajeros que andaban de casa en casa predicando las buenas nuevas de mi Reino?" No pudo contestar. Después de varios minutos en silencio, echó a llorar. Luego relató que fue criada en un hogar profundamente católico, estudió en un internado y decidió hacerse monja, para ofrecer su vida a Dios. Casi no leyó la Biblia porque le decían que era más importante rezar rosarios para ayudar a tantas almas que estaban en el purgatorio. A la pregunta si había escuchado las buenas nuevas del Reino, se excusó diciendo que nunca había dado lugar a la posibilidad de que hubiera un evangelio diferente al de la iglesia católica, la cual estaba fundada sobre San Pedro, cuya tumba de hecho visitaba muy seguido.

Finalmente el Juez le preguntó: "¿Estarías dispuesta a cambiar tus puntos de visto y servirme según Mis requisitos?" Ella se inclinó a Tierra y juró hacerlo de toda alma. El Anciano le concedió ir a su nuevo cuerpo en la Tierra, pero le informó que no quedaban templos, ni estatuas de santos, ni confesionarios ni conventos sobre la Tierra, solo una humanidad adorando a Dios en espíritu y verdad y trabajando para dar adelanto a los propósitos de Jehová, "mismo que —dijo— nunca conociste, pero ya aprenderás".

El siguiente en comparecer fue Ángel, el querubín lo presentó como mexicano, de 42 años, pastor evangélico, muerto en un enfrentamiento con la policía en una manifestación de carácter político. Yo me estremecí, yo conocía a ese individuo, ¡vivía justo enfrente de mi casa! El Anciano de Días miró un momento su historial y dijo: Viviste una vida moralmente irreprochable, salvo tu decidido rol en la corrupta política mundanal y el hecho de enriquecerte con los diezmos de tu rebaño. Por otro lado, no creo que quieras decirme que no conociste el mensaje de vida, pues pregonaste a diestra y siniestra conocer “mi plan de salvación”. No obstante, tengo esto contra ti: enseñaste que yo soy un misterioso ser tripersonal. Dime, ¿acaso me ves como un monstruo de tres cabezas?

—No Señor.

— ¿Alguna vez leíste Juan 17:3?

—Sí.

— ¿Quién dice mi hijo que es el único Dios verdadero?

—Su Padre.

— ¿Alguna vez leíste 1 Corintios 8:3-5?

— ¿Quién dice mi siervo Pablo que es el Dios verdadero?

—Tú, Señor.

—Entonces ¿por qué anduviste enseñando eso de . . ¿cómo va esa canción? "Dios en tres personas, bendita Trinidad"?

—Señor, eso enseñaba mi iglesia, eso creían Lutero y Calvino, nunca me atreví a dudar de eso.

—¿No dijiste tú que todo debía examinarse con la Biblia?

—Sí, pero a mi ver había muchos textos que demostraban la Trinidad.

—Dime uno—. El asunto estaba muy tenso. Por un momento me había olvidado lo serio que era estar frente al tribunal del Dios Todopoderoso.

—1 Juan 5:7, 8 Tres son los que dan testimonio en el cielo . . .

El Señor lo interrumpió: ¿En eso basaste toda tu teología? ¿No tuviste ni siquiera una Versión Popular o Versión Moderna para comparar?

El pastor quedó callado. No pude evitar que me diera cierto gusto, ver como el que siempre me “predicaba” que la doctrina no importaba, que lo único que importaría en el juicio final era haber aceptado a Cristo, ahora estaba siendo interrogado por el Gran Juez, haciéndole las mismas preguntas y razonamientos que tantas veces yo había planeado hacerle.

Al no recibir ninguna respuesta, el Señor volvió a preguntarle: “También dijiste que yo era un Dios cruel, que torturo por los siglos de los siglos a todas aquellas personas que no “aceptaban a Cristo como su salvador personal”. Hiciste llorar a los niños y temblar a los mayores con tus vívidas descripciones del suplicio eterno. ¿Te parece que soy así?

—N-n-n-no Señor. Pero era por el bien de las almas.

—¿Las almas que nunca se iban a morir? ¿Nunca leíste Ezequiel 18:4? ¿o Mateo 10:28?

—Señor—insistió el acusado—era para convertir a las personas a Cristo.

—¿Y alguna vez te asomaste a ver cuantas personas salían despavoridas de la iglesia para nunca querer oír más de religión alguna, por no poder comprender porqué debían servir a un Dios tan cruel? Tú viste cómo juzgué a las personas que estaban delante de ti. ¿Acaso soy tan tirano como me describiste?

El acusado se armó de valor y dijo: “Pero Señor, en tu nombre hice milagros, expulsé demonios, curé muchas enfermedades".

—¿En mi nombre? ¿Cuál es mi nombre?

—Jesús.

—Mira, hasta ignorante me finges salir. ¿Quién es aquél que está allá sentado sobre el trono mesiánico guiando los asuntos de la Tierra?

Delante del acusado se abrió una especie de pantalla, donde se contemplaba a alguien, como un hijo del hombre, sentado sobre un trono celestial, rodeado por un grupo de subreyes y sacerdotes muy ocupados dirigiendo y guiando a una multitud de personas felices, que trabajaban en el nuevo paraíso terrestre.

—¿Quién es él? — Volví a insistir el juez.

—Jesús.

—¿Entonces cuál es mi nombre?— En ese momento se apagó la visión Mesiánica.

—Jehová.

—Efectivamente. ¿Alguna vez les enseñaste eso a tus feligreses?

—Sí, cuando leíamos la Biblia, ahí aparecía tu nombre.

—Pero ¿los enseñaste a invocarme por mi nombre Jehová?

—No.

—¿Por qué no?

—Porque temía que me relacionarían con los Testigos de Jehová.

—¡Que bueno que lo mencionas! ¿Alguna vez te topaste con mis Testigos?

—Sí, en mi juventud muchas veces. Pero siempre los cuestionaba con sus profecías fallidas, y les decía lo que aprendí en un boletín anti sectas, que su fundador vendía trigo milagroso y fue abandonado por su esposa . . .

—¿Nunca se te ocurrió que esa “secta peligrosa”, ese grupito de pobres hombres despreciados pudiera ser mi pueblo?

—No, yo siempre sostuve que el único nombre que deberíamos usar era el de cristianos.

—Bueno—el tono del Anciano denotó que llegaba el momento de pronunciar su sentencia—tengo muchos casos todavía esperando ser examinados. En ti yo veo una persona que pudo haber ayudado a santificar mi nombre delante de muchas personas, pero prefirió la comodidad de una casa pastoral con calefacción y aire acondicionado; que pudo haber sido un buen siervo del Dios verdadero, pero prefirió azotar a sus feligreses con sermones sobre un místico Dios vengativo y cruel para llenar sus bolsillos de . . .

—Pero Señor—el pobre hombre se veía muy desesperado, al grado de interrumpir al mismísimo Dios—perdonaste a aquel drogadicto depravado, al terrorista, a personas que nunca quisieron saber nada de la Biblia, ¿acaso soy peor que ellos?

—Veo que no has captado el punto. Como bien lo dijiste en tus sermones llenos de fuego, no se trata de ser bueno o malo. Aquí la cuestión es: ¿qué hiciste por mi nombre, mis propósitos y mi soberanía? Todas las personas que acaban de pasar no tuvieron la oportunidad de hacer nada al respecto, fueron engañadas, traicionadas, ultrajadas por personas como tú, en nombre mío . . .
El hombre hizo un nuevo esfuerzo por implorar la misericordia de Dios: “Pero, yo sentía que tú estabas conmigo, hice muchos milagros, hablé en lenguas, expulsé demonios . . .

Eso colmó la paciencia del Gran Juez. Con toda su autoridad alzó su voz y le ordenó: “¡Apártate de mí, nunca te conocí, obrador del desafuero!”

Inmediatamente se deshizo esa representación del espíritu de ese hombre, el primero que no fue juzgado digno de resucitar. Un escalofrío recorrió todo mi ser. Por un momento me había olvidado lo serio que era estar frente al gran Dios verdadero . . . Fue en ese momento que me di cuenta de algo que no me había percatado: ¡Yo estaba parado en esa fila, esperando mi turno para ser juzgado!

Ya no pude concentrarme para oír los siguientes casos, personas iban y pasaban, y cada vez estaba yo más cerca de mi destino. No pude menos que preguntarme: ¿por qué estaba yo en esa fila? ¿de veras estaba muerto?

Finalmente aparecí, lleno de miedo, ante el Juez de vivos y muertos. El me miró un instante y me dijo: “Creciste en un entorno muy difícil, al igual que muchas personas de inclinaciones espirituales fuiste engañado, viste mucha hipocresía en las religiones establecidas, viste que era incomprensible ese Dios que te predicaban, mítico, monstruoso, distante, frío, cruel y violento. Pero a diferencia de muchos de estos hombres, tú sabías y sentías que no podía ser cierto. Buscaste, indagaste, estudiaste, hasta encontrar y conocer al Dios verdadero. ¿Y después?"

Yo me quedé callado. No había nada que decir en mi defensa.

—Te dedicaste a llevar una vida normal—prosiguió Él—. Tuviste familia, tuviste trabajos que te consumían mucho tiempo, en las noches te ponías a ver televisión y navegar por Internet. Te acostabas tarde, muy cansado, y amanecías más cansado aún. ¿No crees que te faltó hacer algo?

No dije nada, solo asentí con la cabeza.

—Creo que había algo, un texto que incluso te aprendiste de memoria en tu escuela religiosa, llamado la gran comisión; había un texto que tu mismo citabas para demostrar cuál era la actividad principal de los cristianos verdaderos, es más, ¡sobre aviso no hay engaño!, había una advertencia hecha a mi profeta Ezequiel sobre qué es lo que pasaría con personas que no daban advertencia de mis casos.

—Es cierto, eras tímido y poco dotado para la oratoria desde niño, pero había una escuela todas las semanas en los lugares donde se congregaba mi pueblo, por cierto, rara vez faltaste a ella. ¿Qué sufrías de una enfermedad llamada depresión? Es cierto, pero ¿nunca pensaste que mis promesas, mis propósitos, las verdades sobre mis cualidades pudieran servirte de terapia? ¿Por qué nunca oraste a mí para pedir fuerzas?

Con todo y mi tristeza y dolor no pude menos que notar lo justo que era este juez. En primer lugar yo estaba muerto, lo que parecía ser yo, era solo una recreación temporal de mi persona para ser juzgado, para que yo pudiera hablar en mi defensa. Y aun cuando yo no decía nada a mi favor, Él mismo decía cuanto argumento a mi favor pudiera haber.

El me preguntó: "¿Cuántas personas como tú crees que hubo en tus entornos? ¿Cuánto se lanzaron a la borrachera, a las drogas, a la inmoralidad como Brian? ¿Cuántas personas se cerraron completamente a la Biblia y al cristianismo como Mitsuko y Mahal, por todo lo detestable que personas religiosas hacían en mi nombre? ¿Cuántas personas religiosas conociste, que pudiste haber ayudado a ver mi verdadera personalidad para que ya no siguieran ciegamente los dictados de su religión incluso hasta dar la vida? ¿No crees que eran sido muy valiosas esas vidas para mí? Es cierto, nunca tuviste oportunidad de ir a la India, a China o al golfo pérsico, pero había personas a tu alrededor gimiendo y suspirando por todas las casas detestables que las afligían. ¿Qué hiciste por ellas? Es más ¿alguna vez advertiste a tu vecino pastor sobre las consecuencias de su proceder? Es cierto, a veces te enfrascabas en largos debates con personas de las iglesias, y te encantaba citarles texto tras texto para mostrar que estaban errados en puntos doctrinales, pero ¿alguna vez pensaste en ganar sus vidas, no las discusiones?" . . . .

Ya no supe ni qué siguió de ahí. Solo me eché a llorar, llorar y llorar. Yo, el hombre que no podía llorar, cuyo carácter fuerte se había forjado entre tragedias, fracasos, entre desprecios, heme ahí llorando como un bebé llora por leche cuando tiene mucha hambre.

—Lástima, yo tenía muchas esperanzas en ti. Creo que no fuiste digno de toda la confianza que te di, pues no mostraste con tu vida y tus actos que agradeciste mi bondad. Creo que entenderás si no puedo darte otra oportunidad, —mientras decía eso, yo solo asentía con la cabeza— así que voy a tener que disolverte.

Fue lo último que supe de mí. Me hubiera gustado servir a ese Dios tan amoroso, tan bondadoso, tan justo. Me hubiera gustado ser parte de esa nueva sociedad humana, de esos habitantes felices de la nueva tierra. Me hubiera gustado tener un cuerpo nuevo, sin enfermedades, sin debilidades, y crecer hasta la perfección. ¡Cuantas cosas no hubiera hecho! Conocer tantas personas, estudiar la flora y fauna, descubrir mis habilidades en la música, el arte. Construir una casa 10 veces más grande y 10 veces más hermosa de lo que soñaba en el viejo mundo. Pero no, ya era muy tarde.

Querido amigo: esto quizás fue un sueño, una visión o el resultado de mi meditación. Lo cierto es que conocemos de la Palabra de Dios, y eso implica responsabilidad:

Ezequiel 33 7-9 Versión Reina Valera: A ti, pues, hijo de hombre, te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los amonestarás de mi parte. Cuando yo dijere al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, pero su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que se aparte de él, y él no se apartare de su camino, él morirá por su pecado, pero tú libraste tu vida.

Una buena noticia: no hemos muerto. Todavía podemos demostrarle a Jehová Dios nuestra gratitud por todo lo que ha hecho por nosotros. Y podemos hacernos un buen nombre ante Él para que, a la hora del Gran Juicio, nos vaya mejor.

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